dissabte, 19 de gener del 2013

LA ETERNIDAD DE UNA TARDE DE VERANO



LA ETERNIDAD DE UNA TARDE DE VERANO 


Dedicat a la meva iaia.
Dedicado a mi abuela.

Posiblemente nos irrita ver la rapidez con la que fluye y nos abandona nuestro corto período de vida, si en lo más profundo de nuestro ser no fuéramos conscientes, en secreto, de nuestra participación en lo interminable primavera de la eternidad, por lo que siempre nos queda la esperanza de volver a encontrar vida en ella.” Arthur Schopenhauer

Se escaparon de la fiesta, justo cuando terminaron de comer. Sus vestiditos cortos trotaban junto al polvo del camino que bajaba al valle. Hacía un estío esplendido. El sol de mediodía calentaba la carena norte de los Pirineos y el canto desatinado de las cigarras de los matojos las acompañaban en su juego infantil.

- ¡Vamos al río, tengo sed! - dijo sonriente una de ellas.
- ¡No has tenido suficiente con el vino de la fiesta! – dijo la otra con voz pícara. Esto provocó una carcajada larga entre ellas, lo que derivó en una mirada desafiante e inocente, para llegar antes al pretil del puente. Una vez allí, palpando la humedad de las piedras centenarias del puente, se acercaron al otro lado del río. Con las rodillas desnudas, se arrodillaron en la ribera y con sus tiernas manos dejaron que el agua las mojaran con su fuerza. Ambas bebieron y se sentaron cerca, para que fuera esta vez sus pies, quienes tocaran la cristalina agua del deshielo. Sus risas callaron por un momento, y tendidas en la cercanía de la pradera, contemplaron el cielo un rato largo.
- Te has fijado que no siempre hay las mismas nubes, ahí en el cielo.
- Claro, van paseando por el mundo. - contestó la otra con total evidencia - ¡Qué cosas dices Antonia!   
- Como nosotras... ¿no crees?
- ¡Pero nosotras controlamos el destino! - dijo con certeza la otra. - Las nubes se dejan llevar por el viento.
- ¿Así crees que siempre seremos amigas?
- ¡Claro que sí! Pase lo que pase, ¡no hay dos andorranas más unidas que nosotras! - gritó al valle la jovencita. La otra rió y le acompañó un rato en su griterío hasta que no supieron qué gritaban realmente. Se callaron al fin un breve momento hasta que una de sus voces retomó la conversación:

- Tengo los pies fríos. ¡Vayámonos a ver a las vacas! - pidió una de ellas. La otra asintió con cierta burla en sus labios.

Avanzaron, junto al sol, hacia ponente, viendo como el valle dibujaba majestuosas sombras con las nubes y el astro. El aire fresco y el abrazo cándido del sol, junto con el tenue embriagador efecto del vino de la comida, reflejaba en ellas un semblante de felicidad. Dejaron el vereda cuando esta se sumergía en el bosque de pinos y abetos. El prado era una alfombra verde llena de manchas marrones, algunas más pardas que otras. Corrieron rato largo vertiente arriba, sin ver a las vacas, cuando el cansancio y la incesante luz que ahora torraba la tarde de un anaranjado quemado, las venció. Se tendieron en el prado, una junto la otra, de lado. Volvieron a ver las nubes y el profundo del cielo. La brisa movía tímidamente sus cabellos largos y rizados respectivamente. Las hizo bostezar. La hierba fresca parecía un perfecto cojín y no tardaron en cerrar los parpados. Lo último que oyeron, en la inmensidad de lo onírico, fue el viento y el tintinear de los cencerros a lo lejos.

Un ruido y pequeños golpes en su cabezita despertó a una de ellas. Lo primero que pudo ver fue una mancha ocre tapizando el cielo, y al moverse, un morro de vaca intentando pasturar detrás de su cabeza.

- ¡Qué susto vaquita! - le dijo mientras intentó tocarla con las manos. Pero el animal se alejó, algo asustado, haciendo sonar su pequeña campanilla que llevaba colgada en el cuello. Antonia se quedó con las ganas. - ¡Despierta! - le dijo a la otra tocándole el hombro. - ¡Vamos, que nos hemos quedado dormidas! - repitió riendo. Se despertó, pero ambas continuaran tendidas en el suelo, perezosas.

La tarde se estaba escapando y la luna, semitransparente en el cielo azul claro, empezaba a vislumbrarse. Calcularon que se habían quedado dormidas unas cuatro horas y que las vacas las habían encontrado de descenso al corral.

- Me gustaría que esta tarde durase toda la vida – dijo una de ellas, con una sonrisa pintada en la cara.
- A mi también – y se miraron risueñas, radiantes de encontrar por una tarde aquella felicidad tan simple. Aquella felicidad, que aunque pasen años siempre permanecerá en el recuerdo de una anciana de cabellos grises.







Fotografía: Los Pirineos franceses 
Cancíón: Sigues llegando (La Sonrisa de Julia, El viaje del sonámbulo)


Fina aviat.