diumenge, 31 de març del 2013

LAS MUJERES HABLAN CIRÍLICO

LAS MUJERES HABLAN CIRÍLICO o LA BELLEZA DE LA LIBERTAD



Se las daba de bohemio, mas la sala de los pintores le hacía reconocer su mediocridad. El museo parisino era el más claro símbolo de provocación artística. La inmensidad de sus óleos reflejaba el apabullante poder de las imágenes, su poder para fantasear con el idealismo de la historia. La sensualidad de la libertad se mezclaba con el narcisismo de los gobernantes, mientras que antiguos bohemios soñaban con los pueblos que ya murieron. “¿Quién eres, tú, libertad? ¿Por qué eres tan cautiva de mi mente? ¿Tan presa de mis sueños? ¿Tan dogmática? ¿Tan esquiva?” Sus pensamientos se turbaron un poco, y un sinfín de conversaciones atropellaron su mente. Se fue de ahí, pues su corazón era demasiado humilde para esa expresión de magnificencia.

Bajó las escaleras y se perdió por los pasillos de cultura griega. Las delicadas curvas de los mármoles calmaron su mente. Andaba abstraído, sin fijarse en el nombre del arte, pues el arte no podía ser rehén de su nombre. De repente, allí la vio. Sus cabellos de mármol se recogían en un moño peinado hacia atrás. Esbelta, la Venus, se proyectaba en toda su sala, mas su silueta era humilde, blanca y austera. ¿Por qué me quemas aunque tus ojos son frías hendiduras en la piedra? Su belleza le hizo palpitar su corazón. ¿A dónde miras extranjera perdida?

Se paró frente a ella y levantó su cuello admirado. Y de repente una imaginación cruzó su mente caótica:

Vio un artista, como lo quería ser él. Llevaba en la mano un cincel y un martillo. Además, vestía una túnica rojiza, sucia de polvo. Sus cabellos rizados caían sobre el hombro, y se enredaban con las mustias hojas de laurel que le coronaban. Gustaba de ponerse dicha corona, porqué decía que era un símbolo de victoria y de inspiración. La consiguió en unos juegos de la isla, entonando su mejor poesía, mas hacía meses que no ganaba nada, ni podía componer nada. Aun así su suerte estaba a punto de cambiar, y esto le hacía sentirse pletórico. Una joven esclava, que pertenecía a las tierras del norte, había llegado a su morada. Sus facciones eran sutiles y su juventud vertía frescura y sensualidad. Sus cabellos eran hilos de bronce reluciente que le caían mansos sobre los hombros, como si se tratara de una cascada del paraíso. Sus ojos, azules y profundos, parecían poseer todo thalassa. Aunque su lengua sonaba a graznidos de pato, su voz era aterciopelada y melancólica. No tardó en caer rendido a sus pies, pues veía en ella la representación terrestre de la diosa de Chipre.

Puede decirse que se convirtió en su musa, y no tardo en componer nuevas poesías. Sus versos trataban sobre la belleza del ser, de los ríos pardos de su pelo, de la infinitud de su mirada y de la poesía en si misma. Incluso reprendió su arte con el mármol. Talló un par de gravados para su patio. En uno de ellos representó a la ninfa Eurídice enamorada de Orfeo. Ella era la ninfa y él el seductor artista. En el otro, él era incapaz de dejar de contemplar a Eurídice y esta era tragada por los avernos.

La esclava no entendía por qué su amo le libraba de los trabajos arduos y procuraba por su aseo. La mayor parte del tiempo le hacía pasear por la playa, junto a él, y le intentaba enseñar alguna palabra en griego. Cuando no, empleaba su tiempo en tareas menores: recoger el agua, recoger frutos del bosque o coser vestidos viejos, mientras él se la miraba, tumbado en algún sitio, con un gesto extraño, como si intentará recordar alguna cosa muy importante. A veces incluso, la llevaba a su almacén y con dulzura le hacía ponerse extraños ropajes. Luego le erguía el cuello y le pedía que se quedara quieta. Al principio, pensó que quería mantener algún tipo de privilegio con ella, pero nunca la tocó de esa manera. Sus gestos siempre eran delicados y cuando le rozaba la piel, para ayudarla a vestir o colocarse, siempre lo hacía como si tocara algo muy valioso que se pudiera gastar. Nunca le dejaba de sonreír. Parecía que su sola presencia explicara los enigmas del universo o le revelara algún misterio. La miraba como miraban sus padres a sus hijos.

Cuando empezó a dominar el idioma, empezaron a tener charlas sin el más mínimo trasfondo. Él hablaba de belleza, arte y dioses. Ella hacía como si le entendiese. Le hubiera gustado atreverse a preguntarle por qué lo hacía, pero él se le adelantó.

- El alma de un artista siempre intenta acercarse al alma de los dioses. La sabiduría solo se puede alcanzar mediante la observación de la belleza, Urania – tal como la llamaba él. Luego se la miró, y ella le miró inexpresiva. Luego miró al mar y suspiró – Debes pensar qué estoy loco. - ella desvió la mirada avergonzada por descubrir sus secretos. Él prosiguió – Quiero que el mundo te mire como yo te estoy mirando. Quiero que la eternidad vea en ti, lo que yo estoy viendo, la belleza de este mundo. Oh, querida, la locura es un bien deseable.
- ¿Tú amas a mi? - preguntó la esclava, sin saber muy bien por qué lo hizo. Él se la miró contrariado.
- Pues claro que te amo. Te amo como amo las puestas de sol, como el cantar de los pájaros, las olas del mar o una tarde en soledad. - le dijo esto, como si se tratara de una cosa obvia, como algo que no necesita más que ser escrito o esculpido, no hablado. Como si se tratara de un lenguaje universal no dirigido. Le amaba como los ciervos aman los prados o los pájaros el cerezo.
- Pero, tu no yaces conmigo, ni tocarme. - respondió la mujer, como sino hubiera entendido nada de lo que dijo su amo.
- ¿Por qué debería hacer eso? - dijo un poco iracundo. Luego prosiguió más calmado – Tú no me amas. La belleza no ama al artista. Tal como Afrodita no quiere a Paris. Es el artista quien la quiere y la persigue. Si fuera nuestra la belleza, luego esta dejaría de tener interés, y la poesía se moriría. ¿Lo entiendes? - ella calló por un momento. No entendía esa postura tan distante y tan próxima a la vez. Decía que ella era libre, pero a la vez era su esclava, y él su amo. La amaba, pero no tenía el mínimo interés en hablarle de amor.
- ¿Luego por qué retener a mí? - le preguntó en un acto de valentía. Él se enfadó por su pregunta y le obligó a ir a casa, mientras él se quedó pensativo mirando el mar.

La mañana siguiente la despertó al alba. La levantó con cariño. Le indicó que se aseara, pero le advirtió que no se pusiese ninguna túnica. Cuando terminó le recogió su largo cabello en un moño, que ella había visto en las mujeres del templo. Cuando estuvo lista se la miró de lejos, con unos ojos abstraídos y lagañosos. Parecía no haber dormido en toda la noche, como le pasaba siempre que el día siguiente quería hacer alguna obra.

- Yo no soy tu arte. Yo no soy la belleza. La belleza es libertad. Pero yo solo soy una esclava y tú mi amo. - dijo con humildad.
- Yo no soy tu amo, Urania. Yo soy tu sirviente. ¿No lo entiendes? - le respondió mientras le ajustaba una túnica en la cintura. No había manera de entenderse.
- Pues dejame libre - dijo con atrevimiento.
- Ayer te dije que no puedo retener a la belleza. Así que serás libre cuando te entregue a la eternidad. - dijo con cierto tono paternal.

Se pasaron el día en el taller, y así varios días. Mantuvieron largas charlas. Él hablaba en nombre de la poesía y ella en nombre de la libertad. Él no entendía porqué no se sentía libre, pues en la belleza residía la libertad del alma. Era como si ella hablará otro alfabeto, distinto al suyo. Los temas eran los mismos, pero sus maneras de expresarlo eran distintos. Entendió que ambos apreciaban la belleza, pero sus conceptos eran distintos. Así lo expresó en su obra. La Venus, radiante y solemne, parecía ignorar su propia belleza, representada por la manzana de Paris, para buscarla más allá del horizonte, en algún sitio llamado libertad. Como Afrodita con Paris, Urania no le amaba. Solo deseaba su libertad. Él lo comprendió.


Cuando terminó le hizo acercarse donde él estaba. Le enseñó el monumento y ella fue la primera en admirarlo. Aquella no era ella. Acto seguido, él se arrodilló, en acto de servidumbre, y le quito el grillete de su pie. Era libre.

- Te voy a echar de menos – le dijo con los ojos algo llorosos cuando se levantó.
- Sólo vas a echar de menos mi belleza. Pero ahora tienes tu escultura. - Sus palabras no fueron afectuosas, pero no indicaban recelo alguno. Le trató bien. Mas él tampoco le quería, solo quería a su arte y sus poesías. Ella sólo era su salvoconducto a su inspiración.
- Tengo mi escultura, y tengo tu belleza para la eternidad. Ahora, hasta el fin de los tiempos todos van admirar su perfección. - se miraron compungidos por la situación. De repente, llamada por un instinto, la que fuera esclava cogió un martillo y cortó de un golpe el brazo que contenía la manzana. Él la dejó hacer, dominado por su sentimiento de tristeza.
- La belleza no es perfecta. - dejó el martillo en el suelo, junto al brazo roto, y le miró a los ojos por última vez. Se fue.


Miró la estatua una vez más, pero era tarde y el museo tuvo que cerrar. Cerró y se fue.


Rehén de este viento cadente que se va,
esclavo de un camino que se pierde,
me voy siempre contigo, alma dilusiva,
mas te digo ven, tengo para ti corona verde.




Fotografía: Bandada de pájaros sobre el río Ter (Torroella de Montgrí, Girona)
Poesía: Rama de laurel (para Algaravía Íntima, Daniel Fuentes Sánchez) 
Canción: Sigues llegando (La Sonrisa de Julia, El viaje del sonámbulo)