Se las daba de bohemio, mas la sala de
los pintores le hacía reconocer su mediocridad. El museo parisino
era el más claro símbolo de provocación artística. La inmensidad
de sus óleos reflejaba el apabullante poder de las imágenes, su
poder para fantasear con el idealismo de la historia. La sensualidad
de la libertad se mezclaba con el narcisismo de los gobernantes,
mientras que antiguos bohemios soñaban con los pueblos que ya
murieron. “¿Quién eres, tú, libertad? ¿Por qué eres tan
cautiva de mi mente? ¿Tan presa de mis sueños? ¿Tan dogmática?
¿Tan esquiva?” Sus pensamientos se turbaron un poco, y un sinfín
de conversaciones atropellaron su mente. Se fue de ahí, pues su
corazón era demasiado humilde para esa expresión de magnificencia.
Bajó las escaleras y se perdió por
los pasillos de cultura griega. Las delicadas curvas de los mármoles
calmaron su mente. Andaba abstraído, sin fijarse en el nombre del
arte, pues el arte no podía ser rehén de su nombre. De repente,
allí la vio. Sus cabellos de mármol se recogían en un moño
peinado hacia atrás. Esbelta, la Venus, se proyectaba en toda su
sala, mas su silueta era humilde, blanca y austera. ¿Por qué me
quemas aunque tus ojos son frías hendiduras en la piedra? Su belleza
le hizo palpitar su corazón. ¿A dónde miras extranjera perdida?
Se paró frente a ella y levantó su
cuello admirado. Y de repente una imaginación cruzó su mente
caótica:
Vio un artista, como lo quería ser él.
Llevaba en la mano un cincel y un martillo. Además, vestía una
túnica rojiza, sucia de polvo. Sus cabellos rizados caían sobre el
hombro, y se enredaban con las mustias hojas de laurel que le
coronaban. Gustaba de ponerse dicha corona, porqué decía que era un
símbolo de victoria y de inspiración. La consiguió en unos juegos
de la isla, entonando su mejor poesía, mas hacía meses que no
ganaba nada, ni podía componer nada. Aun así su suerte estaba a
punto de cambiar, y esto le hacía sentirse pletórico. Una joven
esclava, que pertenecía a las tierras del norte, había llegado a su
morada. Sus facciones eran sutiles y su juventud vertía frescura y
sensualidad. Sus cabellos eran hilos de bronce reluciente que le
caían mansos sobre los hombros, como si se tratara de una cascada
del paraíso. Sus ojos, azules y profundos, parecían poseer todo
thalassa. Aunque su lengua sonaba a graznidos de pato, su voz
era aterciopelada y melancólica. No tardó en caer rendido a sus
pies, pues veía en ella la representación terrestre de la diosa de
Chipre.
Puede decirse que se convirtió en su
musa, y no tardo en componer nuevas poesías. Sus versos trataban
sobre la belleza del ser, de los ríos pardos de su pelo, de la
infinitud de su mirada y de la poesía en si misma. Incluso reprendió
su arte con el mármol. Talló un par de gravados para su patio. En
uno de ellos representó a la ninfa Eurídice enamorada de Orfeo.
Ella era la ninfa y él el seductor artista. En el otro, él era
incapaz de dejar de contemplar a Eurídice y esta era tragada por los
avernos.
La esclava no entendía por qué su amo
le libraba de los trabajos arduos y procuraba por su aseo. La mayor
parte del tiempo le hacía pasear por la playa, junto a él, y le
intentaba enseñar alguna palabra en griego. Cuando no, empleaba su
tiempo en tareas menores: recoger el agua, recoger frutos del bosque
o coser vestidos viejos, mientras él se la miraba, tumbado en algún
sitio, con un gesto extraño, como si intentará recordar alguna cosa
muy importante. A veces incluso, la llevaba a su almacén y con
dulzura le hacía ponerse extraños ropajes. Luego le erguía el
cuello y le pedía que se quedara quieta. Al principio, pensó que
quería mantener algún tipo de privilegio con ella, pero nunca la
tocó de esa manera. Sus gestos siempre eran delicados y cuando le
rozaba la piel, para ayudarla a vestir o colocarse, siempre lo hacía
como si tocara algo muy valioso que se pudiera gastar. Nunca le
dejaba de sonreír. Parecía que su sola presencia explicara los
enigmas del universo o le revelara algún misterio. La miraba como
miraban sus padres a sus hijos.
Cuando empezó a dominar el idioma,
empezaron a tener charlas sin el más mínimo trasfondo. Él hablaba
de belleza, arte y dioses. Ella hacía como si le entendiese. Le
hubiera gustado atreverse a preguntarle por qué lo hacía, pero él
se le adelantó.
- El alma de un artista siempre
intenta acercarse al alma de los dioses. La sabiduría solo se puede
alcanzar mediante la observación de la belleza, Urania – tal
como la llamaba él. Luego se la miró, y ella le miró inexpresiva.
Luego miró al mar y suspiró – Debes pensar qué estoy loco. -
ella desvió la mirada avergonzada por descubrir sus secretos. Él
prosiguió – Quiero que el mundo te mire como yo te estoy mirando.
Quiero que la eternidad vea en ti, lo que yo estoy viendo, la
belleza de este mundo. Oh, querida, la locura es un bien deseable.
- ¿Tú amas a mi? - preguntó la
esclava, sin saber muy bien por qué lo hizo. Él se la miró
contrariado.
- Pues claro que te amo. Te amo como
amo las puestas de sol, como el cantar de los pájaros, las olas del
mar o una tarde en soledad. - le dijo esto, como si se tratara de
una cosa obvia, como algo que no necesita más que ser escrito o
esculpido, no hablado. Como si se tratara de un lenguaje universal
no dirigido. Le amaba como los ciervos aman los prados o los pájaros
el cerezo.
- Pero, tu no yaces conmigo, ni
tocarme. - respondió la mujer, como sino hubiera entendido nada de
lo que dijo su amo.
- ¿Por qué debería hacer eso? -
dijo un poco iracundo. Luego prosiguió más calmado – Tú no me
amas. La belleza no ama al artista. Tal como Afrodita no quiere a
Paris. Es el artista quien la quiere y la persigue. Si fuera nuestra
la belleza, luego esta dejaría de tener interés, y la poesía se
moriría. ¿Lo entiendes? - ella calló por un momento. No entendía
esa postura tan distante y tan próxima a la vez. Decía que ella
era libre, pero a la vez era su esclava, y él su amo. La amaba, pero
no tenía el mínimo interés en hablarle de amor.
- ¿Luego por qué retener a mí? -
le preguntó en un acto de valentía. Él se enfadó por su pregunta
y le obligó a ir a casa, mientras él se quedó pensativo mirando
el mar.
La mañana siguiente la despertó al
alba. La levantó con cariño. Le indicó que se aseara, pero le
advirtió que no se pusiese ninguna túnica. Cuando terminó le
recogió su largo cabello en un moño, que ella había visto en las
mujeres del templo. Cuando estuvo lista se la miró de lejos, con
unos ojos abstraídos y lagañosos. Parecía no haber dormido en toda
la noche, como le pasaba siempre que el día siguiente quería hacer
alguna obra.
- Yo no soy tu arte. Yo no soy la
belleza. La belleza es libertad. Pero yo solo soy una esclava y tú
mi amo. - dijo con humildad.
- Yo no soy tu amo, Urania. Yo soy
tu sirviente. ¿No lo entiendes? - le respondió mientras le
ajustaba una túnica en la cintura. No había manera de entenderse.
- Pues dejame libre - dijo con
atrevimiento.
- Ayer te dije que no puedo retener
a la belleza. Así que serás libre cuando te entregue a la
eternidad. - dijo con cierto tono paternal.
Se pasaron el día en el taller, y así
varios días. Mantuvieron largas charlas. Él hablaba en nombre de la
poesía y ella en nombre de la libertad. Él no entendía porqué no
se sentía libre, pues en la belleza residía la libertad del alma.
Era como si ella hablará otro alfabeto, distinto al suyo. Los temas
eran los mismos, pero sus maneras de expresarlo eran distintos.
Entendió que ambos apreciaban la belleza, pero sus conceptos eran
distintos. Así lo expresó en su obra. La Venus, radiante y solemne,
parecía ignorar su propia belleza, representada por la manzana de
Paris, para buscarla más allá del horizonte, en algún sitio
llamado libertad. Como Afrodita con Paris, Urania no le amaba. Solo
deseaba su libertad. Él lo comprendió.
Cuando terminó le hizo acercarse donde
él estaba. Le enseñó el monumento y ella fue la primera en
admirarlo. Aquella no era ella. Acto seguido, él se arrodilló, en
acto de servidumbre, y le quito el grillete de su pie. Era libre.
- Te voy a echar de menos – le
dijo con los ojos algo llorosos cuando se levantó.
- Sólo vas a echar de menos mi
belleza. Pero ahora tienes tu escultura. - Sus palabras no fueron
afectuosas, pero no indicaban recelo alguno. Le trató bien. Mas él
tampoco le quería, solo quería a su arte y sus poesías. Ella sólo
era su salvoconducto a su inspiración.
- Tengo mi escultura, y tengo tu
belleza para la eternidad. Ahora, hasta el fin de los tiempos todos
van admirar su perfección. - se miraron compungidos por la
situación. De repente, llamada por un instinto, la que fuera
esclava cogió un martillo y cortó de un golpe el brazo que
contenía la manzana. Él la dejó hacer, dominado por su
sentimiento de tristeza.
- La belleza no es perfecta. - dejó
el martillo en el suelo, junto al brazo roto, y le miró a los ojos
por última vez. Se fue.
Miró la estatua una vez más, pero era tarde y el museo tuvo que cerrar. Cerró y se fue.
Rehén
de este viento cadente que se va,
esclavo
de un camino que se pierde,
me
voy siempre contigo, alma dilusiva,
mas
te digo ven, tengo para ti corona verde.
Fotografía: Bandada de pájaros sobre el río Ter (Torroella de Montgrí, Girona)
Poesía: Rama de laurel (para Algaravía Íntima, Daniel Fuentes Sánchez)
Canción: Sigues llegando (La Sonrisa de Julia, El viaje del sonámbulo)
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