LA ETERNIDAD DE UNA TARDE DE VERANO
Dedicat a la meva iaia.
Dedicado a mi abuela.
“Posiblemente nos irrita ver la rapidez con la que fluye y nos
abandona nuestro corto período de vida, si en lo más profundo de
nuestro ser no fuéramos conscientes, en secreto, de nuestra
participación en lo interminable primavera de la eternidad, por lo
que siempre nos queda la esperanza de volver a encontrar vida en
ella.” Arthur Schopenhauer
Se escaparon de la fiesta, justo cuando
terminaron de comer. Sus vestiditos cortos trotaban junto al polvo
del camino que bajaba al valle. Hacía un estío esplendido. El sol
de mediodía calentaba la carena norte de los Pirineos y el canto
desatinado de las cigarras de los matojos las acompañaban en su
juego infantil.
- ¡Vamos al río, tengo sed! - dijo
sonriente una de ellas.
- ¡No has tenido suficiente con el
vino de la fiesta! – dijo la otra con voz pícara. Esto provocó
una carcajada larga entre ellas, lo que derivó en una mirada
desafiante e inocente, para llegar antes al pretil del puente. Una
vez allí, palpando la humedad de las piedras centenarias del
puente, se acercaron al otro lado del río. Con las rodillas
desnudas, se arrodillaron en la ribera y con sus tiernas manos
dejaron que el agua las mojaran con su fuerza. Ambas bebieron y se
sentaron cerca, para que fuera esta vez sus pies, quienes tocaran la
cristalina agua del deshielo. Sus risas callaron por un momento, y
tendidas en la cercanía de la pradera, contemplaron el cielo un
rato largo.
- Te has fijado que no siempre hay
las mismas nubes, ahí en el cielo.
- Claro, van paseando por el mundo.
- contestó la otra con total evidencia - ¡Qué cosas dices
Antonia!
- Como nosotras... ¿no crees?
- ¡Pero nosotras controlamos el
destino! - dijo con certeza la otra. - Las nubes se dejan llevar por
el viento.
- ¿Así crees que siempre seremos
amigas?
- ¡Claro que sí! Pase lo que pase,
¡no hay dos andorranas más unidas que nosotras! - gritó al valle
la jovencita. La otra rió y le acompañó un rato en su griterío
hasta que no supieron qué gritaban realmente. Se callaron al fin un
breve momento hasta que una de sus voces retomó la conversación:
- Tengo los pies fríos. ¡Vayámonos
a ver a las vacas! - pidió una de ellas. La otra asintió con
cierta burla en sus labios.
Avanzaron, junto al sol, hacia ponente,
viendo como el valle dibujaba majestuosas sombras con las nubes y el
astro. El aire fresco y el abrazo cándido del sol, junto con el
tenue embriagador efecto del vino de la comida, reflejaba en ellas un
semblante de felicidad. Dejaron el vereda cuando esta se sumergía
en el bosque de pinos y abetos. El prado era una alfombra verde llena
de manchas marrones, algunas más pardas que otras. Corrieron rato
largo vertiente arriba, sin ver a las vacas, cuando el cansancio y la
incesante luz que ahora torraba la tarde de un anaranjado quemado,
las venció. Se tendieron en el prado, una junto la otra, de lado.
Volvieron a ver las nubes y el profundo del cielo. La brisa movía
tímidamente sus cabellos largos y rizados respectivamente. Las hizo
bostezar. La hierba fresca parecía un perfecto cojín y no tardaron
en cerrar los parpados. Lo último que oyeron, en la inmensidad de lo
onírico, fue el viento y el tintinear de los cencerros a lo lejos.
Un ruido y pequeños golpes en su
cabezita despertó a una de ellas. Lo primero que pudo ver fue una
mancha ocre tapizando el cielo, y al moverse, un morro de vaca
intentando pasturar detrás de su cabeza.
- ¡Qué susto vaquita! - le dijo
mientras intentó tocarla con las manos. Pero el animal se alejó,
algo asustado, haciendo sonar su pequeña campanilla que llevaba
colgada en el cuello. Antonia se quedó con las ganas. - ¡Despierta!
- le dijo a la otra tocándole el hombro. - ¡Vamos, que nos hemos
quedado dormidas! - repitió riendo. Se despertó, pero ambas
continuaran tendidas en el suelo, perezosas.
La tarde se estaba escapando y la luna,
semitransparente en el cielo azul claro, empezaba a vislumbrarse.
Calcularon que se habían quedado dormidas unas cuatro horas y que
las vacas las habían encontrado de descenso al corral.
- Me gustaría que esta tarde durase
toda la vida – dijo una de ellas, con una sonrisa pintada en la
cara.
- A mi también – y se miraron
risueñas, radiantes de encontrar por una tarde aquella felicidad
tan simple. Aquella felicidad, que aunque pasen años siempre
permanecerá en el recuerdo de una anciana de cabellos grises.
Fotografía: Los Pirineos franceses
Cancíón: Sigues llegando (La Sonrisa de Julia, El viaje del sonámbulo)
Fina aviat.
Quina entrada més maca , Daniel!! T'he de confessar que m'he vist obligada a rellegir la frase de l'inici dues vegades fins que he arribat a la conclusió que cada una de les vides que romanen en aquest món no son pas efímeres. M'agrada pensar , que l'eternitat és com una mena de bústia de vivencies protagonitzades per cada ésser humà en un moment de felicitat plena.
ResponEliminaI saps que és on hi és la màgia? en tots nosaltres, que compartim aquests records.
La teva avia deu haver sigut una jove maravellosa.
Petons